Custodiando la cima de la codillera central, con la tradición palpitando en sus calles empinadas, repletas de color. Al compás de un café de ladera y con el orgullo de saber que son únicas sus privilegiadas vistas, encontramos al hijo menor del departamento del Quindío: Buenavista.
UNA EXPERIENCIA DE ALTURA
Para hacerle honor a este lugar dejaré a un lado el modo habitual en el que se suele escribir sobre un destino, y lo haré exponiendo mi visión personal sobre el impacto que tiene este municipio en quien lo visita por primera vez.
Después de mucho pensar con un amigo que hacer durante un fin de semana, sin ninguna expectativa y con poco conocimiento del lugar, decidimos visitar Buenavista. La carretera empinada para llegar hasta allí, como un camino hacia el cielo, era ya presagio de que valdría la pena; pero fue necesario llegar para confirmar que, aunque no es el cielo si está a una cuadra de él.
Llegamos hasta su entrada, con paisajes que parecieran esperar por uno toda la vida, dispuestos por alguna divinidad para ser vistos solo desde Buenavista. Tan profundos que el final es imposible de dimensionar, con tantos colores que es inaceptable sacarle una foto, pues un aparato electrónico nunca le haría justicia a tal magnificencia, digna de ser contemplada en silencio, como lo hicimos nosotros, por el tiempo necesario para entender la existencia de un pueblito en esta colina, como una obligación y no como una casualidad. Comprendí a Don José de Jesús Jiménez, uno de los primeros colonos, quien construyera una fonda entre el cruce de dos caminos, cuando el lugar era conocido como Alto del Tolrá, porque ¿Qué arriero de aquellas épocas, no quisiera hacer un alto en su ruta para descansar y admirar este vasto paisaje?
CALLES DESBORDANDO TRADICIÓN
Empezar a recorrerlo, es un sube y baja, como si las 343 casas que lo componen jugaran a los lados de la calle con sus vibrantes y estrechas fachadas. La vida en estas calles se siente suave e inocente, como si ningún vicio del mundo hubiese llegado tan alto en los andes. Y esta suavidad se traduce en el café que tomamos en el marco de la plaza, fruto de la labor titánica que debe resultar cosecharlo por esas empinadas laderas.
Así como con sus vistas, fue parada obligada sentarse en la plaza de Bolívar y ser testigos silenciosos de la tradición que habita aun en cada viejo sentado en una banca o en cada juego de billar al interior de sus cafeterías tradicionales. Buenavista, como pocos municipios del eje cafetero, conserva sus costumbres con tanto éxito, que sus habitantes parecieran no ser vecinos de un mismo pueblo, si no familiares todos habitando una sola casa, donde resulta imposible vivir sin el apoyo mutuo y las buenas relaciones entre sí.
LECCIONES PARA LA VIDA
Al final del viaje, al salir en el bus no quedaba más que voltear la mirada, con la certeza de saber que el alma siempre nos lleva a lugares donde habitó antes de ir siquiera por primera vez, y seguro de no dar nunca más la tonta discusión acerca de cuál es el mejor pueblo del Quindío, pues el resultado es injusto, porque dejamos afuera lugares como Buenavista con un encanto tan único y particular que no se puede medir con los estándares conocidos, sino con la experiencia de recorrerlo y dejar que llene tu corazón a cada paso.